domingo, 14 de noviembre de 2010

Resurrección





No necesito grandes ropajes para escribir. Apenas una hogaza de pan y un poco de vino, y si no, da lo mismo algo de café o el agua sucia de las cañerías en donde vivo: ambos son más dulces de noche. Ayer en la mañana la señora White se irguió feliz entre las cañerías de la cocina. De una de sus manos colgaba una rata, que aún retorcía el cuello en toda su verticalidad invertida. De vez en cuando hay temblores en mi pieza. Afuera de la pensión aparece por las noches el interurbano de las doce, el último que vaga entre los bultos cerca de la línea ferroviaria. “Al fin. Hace días que la pequeña revoloteaba”. No me sorprendió encontrar un poco de carne extra en la sopa de la señora White. No los necesito, ni a ellos ni a mí mismo. Me preguntaron por qué escribía. Dije que me transformaba en mí. Me suelo echar de menos, por eso escribo. Para recordar quién soy. Mi nombre es Omar. Estoy enamorado, pero es un amor artificial. Vivo por el momento en una pensión que camuflo como mi hogar. No tengo familia, y si la tengo no la recuerdo, y si no la recuerdo ellos sabrían por qué, entonces no me preocupo. La muchacha se llama Cynthia. Su nombre nunca me ha gustado. Suelo agitar la respiración cuando pienso en ella, pero yo sé que no son arranques amorosos, por la razón que dije antes. Vuelvo la cabeza para evitar su imagen que me estremece. Consigo vino en la iglesia a dos cuadras de la plaza. Jiménez me atiende. “Padre” no le digo porque nunca he pensado en tener uno. Dice él que hay algo en mis ojos. Llena una pequeña botella que acarreo en mi morral. Disipo la imagen de Cynthia con la botella. Ayer casi me dice “Te amo”, pero se despidió rápido con un beso en la mejilla. Se devolvió a su casa. Me alivia que tampoco me lo dijera hoy en la mañana, porque sé que se engaña, y que en realidad no me ama, sino que nuestro amor es falaz. Como la carne en la sopa de la señora White.
Mi hermano se llama Jesús. Ese no es su verdadero nombre. Tampoco es mi hermano, sólo le gusta que le llame así. Se afeita la cabeza y con una faja deshilachada y maloliente se presiona los senos, bajo su camisa blanca. Nunca le he preguntado la razón. No pienso hacerlo. Hubo sexo pero fue a causa de algo más poderoso que el vino que trajo aquella noche en que lloró largamente. No recordé a Cynthia, y menos oí los sollozos de Jesús, que se crucificaba sobre mí. Al otro día me encontré con Cynthia y me dijo que le gusté desde el momento que me vio. El ojo más bello de mi hermano había cedido espacio a la carne que sobre él se abultaba. Pero no lloraba por eso. Tampoco fue porque derramé tinta en mis hojas y perdí gran parte de lo escrito. No nos preocupamos el uno por el otro. Cynthia se preocupa por mí. Es tierna, y confía en lo que escribo. Pero cuando se lo leí, no era yo quien le hablaba. Yo soy aquí, no en ese café. Yo soy estas hojas, no lo que ella cree. No conoce a mi hermano. Tampoco sabe donde vivo ni la idoneidad de la señora White al momento de cocinar. No soy lo que ella cree, así que nuestro amor es artificial, un pasatiempo para la vida. Jesús ve la vida del hombre como un pasatiempo. Cynthia la cree un velo. Oscuro. Yo pienso que es una hoja, pero de árbol, cayendo sutil, siempre debe ser sutil. Jesús no cree la vida sutil. Yo supe una noche que en su morral guardaba una pistola. “El dinero es la perdición de los hombres” dijo con su forzada voz de barítono de mentira. “El oro incrustado en la única bala que hay en esa pistola vale por los dos, pero ni pienses en...” Nunca supe el significado de esa frase, que él daba por sentado orgullosamente. Tampoco le conté eso a Cynthia, y me duele también no decirle tantas cosas. Tantas. Por ejemplo que cuando pequeño, cuando todavía era yo, observaba hechizado el atardecer y tenía la infantil creencia de que al aparecer, la luna me seguía. Me seguía a mí pensaba con obsesiva inocencia mientras caminaba de la mano con alguien que no recuerdo. Mi nombre es Omar. Omar Medel, aunque eso no es cierto. No conozco mi nombre verdadero, porque yo soy como mi amor con Cynthia. Una vez que aparentaba dormir, oía cómo rodaba la pistola de Jesús seguido por un clic. Quizá el temor que tenía era a escuchar eso abriéndose y dispersándose por los hoyos de la madera de nuestro hogar compartido. Jesús tiene mejores pasatiempos que sólo su vida, o sus mujeres.
Vivo en el lugar que ya dije. Me siento solo, pero suelo olvidar eso y el hambre con un poco de vino y haciendo lo que estoy haciendo ahora. También dije que estaba enamorado de una mujer dulce, y que todo sería perfecto si sólo aquél no fuera un amor artificial. Jesús tiene buenos pasatiempos y también buenos senos. Se los envuelve con un trapo sucio y sale por las noches. Vuelve llorando y golpeado. Esa vez Jesús me había visto con ella en la tarde, le dolía que mostrase mis textos a Cynthia y nunca a él. Escribo para encontrarme, para tratar de ver lo que Jiménez ve en mis ojos. Jesús nunca me pidió las hojas, y tampoco se preocupó mucho cuando derramé la tinta. Yo se los hubiera mostrado gustoso para que él no hiciese lo que hizo. Quizás hasta hubiese entendido que lo que estaba ya manchado y húmedo sobre eso que llamo escritorio era un pedazo de mí. Suelo encerrarme en estas cuatro paredes. Cynthia me hace salir. Me invita a los café o a los parques. Hoy me pregunto mucho por Cynthia pero lo evito vehemente. Nunca pensé que podría doler así. Quizás sí deseo las palabras que casi entonó Cynthia ayer en la tarde cuando salió trotando con la sangre subida en sus mejillas. Extraño a mi amor. Mi amor está muerto. Jesús lo mató hoy en la mañana con la bala única de su pistola. Por la espalda. Yo creí que el sonido era producto de mi imaginación, pero en realidad sí era el de la pistola girando. El azar es curioso; la vida es un velo oscuro decía mi amor. Como una mortaja.
Me llamo Omar Medel, pero el nombre no importa. Vivo solo, rodeado de gente pero solo. Me escribo porque es la única manera de ser yo. Escribo a Cynthia para que me encuentre. Yo no soy el que está en la pieza, soy lo que está aquí con ella. La hago revivir en estas hojas. Escribo para que ella pueda ver en mis ojos lo que el Padre Jiménez pudo ver.





Otoño 2006 

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