I.
Marca de Caín
Con la esperanza devorada desde la entraña expuesta... ¿No eres tú también Prometeo encadenado?
Cuál es el miedo, poeta visionario, que desde el mismo principio te crucificas ¿Redentor de qué?
Otra mano demora la certera flecha. Los depositarios del sagrado fuego toman lo que creen suyo. Y no es peor sin embargo que la soledad fría del Cáucaso y tu mente sin piedad azotada contra las rocas.
La oscura nube del monte, el festín diario de tu altruista carne... ¿Podrán apaciguar la llama de tu frente?
spark becomes a flame
flame becomes a fire
II.
Fuego a las estatuas
Destino. Sólo una noche pernocté en la palabra que te nombra. Y sin piedad las estrellas dibujaron un gran signo de interrogación sobre el misterio del cielo. Las horas se colmaron de memoria, y mi memoria era un muelle abandonado de donde las imágenes pendían con una cuerda de voz en el cuello, una cuerda hecha del eco de su voz anudada en el cuello. Ya nunca pude levantar mi cuerpo de tus caminos; observé mil veces aquella lenta aurora de preguntas en que la noche desemboca, una y otra vez; mi existencia no tenía otra justificación más que devorarse lenta y dolorosamente, como el más abyecto de los ouroboros.
Escribí un poema para explicarme pero no tuve la valentía de mirarlo a los ojos.
Mis versos se endurecieron hasta erigir una gran estatua que me acechaba con desconfianza y yo a su vez. Las estrellas de Escorpio en el cielo parecían disfrutar este juego de espejos.
Una noche, sin misericordia tus ladrones irrumpieron en las piezas. Se llevaron el cubrecama roído y la alcancía, apuntaron a mi hermana con la linterna. De nuevo, la imagen. El chacra de mi estómago abierto con inquisitivas dagas. Son tres, la han apuntado, cada uno con tu rostro, cada uno desconocido, han abierto el cerrojo de mi estómago. Son tres.
Mis máscaras se habían empolvado en la repisa. Lloraron tristemente cuando madre finalmente no quiso decir nada… Un hilillo de sangre resbaló de mi ombligo.
Como un grito ahogado de la tierra, rasgó una nota incierta la quietud de la noche. Debo sacudirme esta muerte, me dije, arrebatarme el cansancio de los pantanos. Un violín desgarró los campos, como el llanto de una madre que increpa el cadáver de su hijo. El tiempo, me dice, no confíes en él, no te entregues a él. La música me clama y comprendo que debo seguirla porque ya casi la flauta traversa, con notas color sepia, con delgadas voces de luna. Son un viaje de notas que me perderé y se perderán en las interminables ciénagas del destino donde mueren los trenes, las palabras, la caricias. El amor descuidado. Abortado en el vientre del silencio.
En la escarcha de mi cuerpo se abrieron humildes surcos. Pronto fueron senderos que la música hendía frente a mí en la maleza bajo estrellas atónitas. La luna bajaba tras los montes y los ladridos de sus perros se perdían en distancias imprecisas. Yazgo en el principio de los caminos, debo sacudirme esta muerte, me dije, debo arrebatarme el cansancio de los pantanos.
Olvidé tu alarde insensato. Prendí fuegos a mis estatuas. Mientras ardían reconocí en sus ojos los ojos de Asterión en su laberinto infinito. Mi alma se entibió cerca de la pira, derretí la escarcha de mis miembros entumidos. Me pareció por un momento que el humo dibujaba en el cielo arcanos del tarot. Prendí fuego a mis estatuas. Tu voz se olvidaba, muerta y sin patria.