Hay dos sujetos, A y B ubicados
en un plano cartesiano. El sujeto A quería ser piloto cuando pequeño, escribir
un libro y tener un jardín de no me
olvides porque de chico leyó mucha
literatura de fantasía. El sujeto A sufre cuando la vida no le sale. Se ríe con
un ronquido vergonzoso, tropieza sus razonamientos, nunca pudo escribir una
carta de amor, no le salió el FA en la guitarra.
La sujeto B habla mucho de Sartre
y Beauvoir, pero nunca dice que le encantan las comedias románticas, que odia
no saberse ningún paso de merengue y que siempre se le olvida cómo se escribe
la palabra “escasez”.
Ambos sujetos coincidirán en un
punto equidistante de forma inevitable. Hasta ese momento sufrirán el embrujo
de la parcialidad, de ser siempre el bemol de su mejor versión, de añorar una
idea esquiva de belleza que nunca llegará. Pero ese punto, no lo saben, se
encuentra en suspensión, como si un ser extraño hiciera malabares con ambos, y
la perfección sólo pudiera ser encontrada así, sostenido en un pie en el
acantilado, el tiempo suficiente para darse cuenta o ser arrojados al vacío.